Haberlas, haylas, desde luego...
.- Día 6
Hablemos de la luna. La luna es un lugar inhóspito, despoblado, carente de seres humanos y con apenas vegetación. Su suelo es de piedra, piedra dura que se agarra al suelo con toda la fuerza de la soledad extrema, y fina arena sobre la que reverbera el sol. En la luna reinan las avispas, campan a sus anchas y se divierten revoloteando de un lugar a otro. El viajero lo sabe porque el viajero ha transitado por su superficie, la ha cruzado como quien cruza el desierto, con sólo un chorro de agua en la cantimplora y un plátano y una chocolatina como únicos alimentos.
Pero para recorrer la luna hace falta llegar hasta ella, y eso no es fácil, pues es necesario cumplimentar una infinidad de kilómetros, al menos ochenta, y sólo con una determinación tan marcada como la que posee el viajero se puede alcanzar satisfactoriamente el objetivo. Antes será necesario enfrentarse a mariposas kamikaze, ingerir mosquitos al pie de iglesias románicas, evitar el abrazo estremecedor de las zarzas que agarran con la pasión del amante celoso.
¿Y qué hay más allá de la luna? Un montón de tipos cargados con mochilas que caminan renqueantes, se fríen unas patatas en cualquier lugar y ofrecen una taza de té tan reconfortante y gratuita como inexistente, y que, para colmo de desdichas del sufrido y desafortunado viajero, se retiran a sus aposentos antes incluso de que caiga el sol, sin tener la posibilidad de comprobar el tintineo de las farolas decadentes o la caída a plomo de las enormes puertas que les dejarán encerrados durante unas horas.
.- Día 6
Hablemos de la luna. La luna es un lugar inhóspito, despoblado, carente de seres humanos y con apenas vegetación. Su suelo es de piedra, piedra dura que se agarra al suelo con toda la fuerza de la soledad extrema, y fina arena sobre la que reverbera el sol. En la luna reinan las avispas, campan a sus anchas y se divierten revoloteando de un lugar a otro. El viajero lo sabe porque el viajero ha transitado por su superficie, la ha cruzado como quien cruza el desierto, con sólo un chorro de agua en la cantimplora y un plátano y una chocolatina como únicos alimentos.
Pero para recorrer la luna hace falta llegar hasta ella, y eso no es fácil, pues es necesario cumplimentar una infinidad de kilómetros, al menos ochenta, y sólo con una determinación tan marcada como la que posee el viajero se puede alcanzar satisfactoriamente el objetivo. Antes será necesario enfrentarse a mariposas kamikaze, ingerir mosquitos al pie de iglesias románicas, evitar el abrazo estremecedor de las zarzas que agarran con la pasión del amante celoso.
¿Y qué hay más allá de la luna? Un montón de tipos cargados con mochilas que caminan renqueantes, se fríen unas patatas en cualquier lugar y ofrecen una taza de té tan reconfortante y gratuita como inexistente, y que, para colmo de desdichas del sufrido y desafortunado viajero, se retiran a sus aposentos antes incluso de que caiga el sol, sin tener la posibilidad de comprobar el tintineo de las farolas decadentes o la caída a plomo de las enormes puertas que les dejarán encerrados durante unas horas.
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