.- Día 8
Tan sólo hay que cerrar los ojos y esperar el tiempo que tarda un suspiro en extinguirse. Sin más parafernalia, sin más pruebas que superar, sin tener que desearlo con fuerza, como sucede en los cuentos de hadas. No. Aquí todo es mucho más fácil, y cuando el viajero abre los ojos se encuentra con que ha llegado a su destino en un santiamén, y sus pies se afirman en aquella plaza que durante unos días ha sido el centro del mundo, el sancta sanctorum lejanísimo e inalcanzable, y entonces el viajero puede dejar de ser viajero por unas horas y convertirse en un visitante comodón y despistado, en un observador de planos y fotógrafo de rincones ocultos, en un sedentario paseante que, por primera vez en mucho tiempo, deja de caminar hacia delante para caminar en círculos y volver al mismo lugar del que partió.
La noche llega sin avisar y confunde los sentidos, y el viajero no sabe muy bien si sigue donde debe o se ha trasladado a Dortmund, todos parecen hablar alemán a su alrededor, tal vez todo ha sido un sueño, o una película, “La noche de los tapones” podría titularse, sin ir más lejos, la mejor manera de comprobarlo será impedir que la noche termine, alargarla hasta el infinito, salir de la gramola sin mirar el reloj y torcer la primera esquina de la que surjan ruidos, el ruido como señal vital, como prueba de vida, en realidad el viajero no ha hecho otra cosa durante su viaje, seguir los ruidos, las flechas, su instinto, a los otros, seguir y seguir hasta acabar delante de ese vaso de ginebra que tiene ahora frente a él, una ginebra tan amarga como la existencia.
domingo, 9 de septiembre de 2007
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