La Catedral de Burgos, ¿no?
.- Día 9
Día extraño en la ciudad de los milagros. Cada rincón dibuja la escena de un cuadro de costumbres. Suena el Kyrie Eleison en la imponente Catedral, y un pueblo entero, bañado por el olor a incienso, entona sus himnos celestiales.
El viajero se adentra en el sótano, estrecho y asfixiante, y suplica por algún alimento que llevarse a la boca. En el casino, entre mobiliario decimonónico y olor a tabaco rancio, allí donde los hombres de negocios discuten cuánto tardaría un aventurero en dar la vuelta al mundo, el pianista improvisa un par de piezas ante un público selecto.
Tarde de fiesta. Calles atestadas. Charangas urbanas y una marea de rostros que se desplazan con paciencia de un lugar a otro, celebrando hechos tan trascendentes como la existencia de leche condensada en la barra de un bar, disfrutando de un chorrito de anís en una humeante taza de manzanilla.
Alguien lee el Marca en una mesilla, qué va a leer si no, si la lectura es cada vez más un privilegio por el que hay que luchar. Hasta las ovejas, que leen, montan en bici y buscan su porción de protagonismo en camisetas al por mayor.
Noche de miedo en la ciudad medieval. Arde la catedral, que cambia su figura por la de un castillo transilvano, el olor del incienso por el de la pólvora reciente. Luces, explosiones, figuras pirotécnicas y helicópteros como libélulas marcan el comienzo de unos días de locura y ponen el punto y final a la misión del viajero, que una vez más ha sido cumplida. En algún lugar crece la llama de la melancolía avivada por la proximidad del regreso.
.- Día 9
Día extraño en la ciudad de los milagros. Cada rincón dibuja la escena de un cuadro de costumbres. Suena el Kyrie Eleison en la imponente Catedral, y un pueblo entero, bañado por el olor a incienso, entona sus himnos celestiales.
El viajero se adentra en el sótano, estrecho y asfixiante, y suplica por algún alimento que llevarse a la boca. En el casino, entre mobiliario decimonónico y olor a tabaco rancio, allí donde los hombres de negocios discuten cuánto tardaría un aventurero en dar la vuelta al mundo, el pianista improvisa un par de piezas ante un público selecto.
Tarde de fiesta. Calles atestadas. Charangas urbanas y una marea de rostros que se desplazan con paciencia de un lugar a otro, celebrando hechos tan trascendentes como la existencia de leche condensada en la barra de un bar, disfrutando de un chorrito de anís en una humeante taza de manzanilla.
Alguien lee el Marca en una mesilla, qué va a leer si no, si la lectura es cada vez más un privilegio por el que hay que luchar. Hasta las ovejas, que leen, montan en bici y buscan su porción de protagonismo en camisetas al por mayor.
Noche de miedo en la ciudad medieval. Arde la catedral, que cambia su figura por la de un castillo transilvano, el olor del incienso por el de la pólvora reciente. Luces, explosiones, figuras pirotécnicas y helicópteros como libélulas marcan el comienzo de unos días de locura y ponen el punto y final a la misión del viajero, que una vez más ha sido cumplida. En algún lugar crece la llama de la melancolía avivada por la proximidad del regreso.
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