Nuestra llegada causó el lógico alboroto en las masas...
.- Día 7
El viajero disfruta de su soledad. No es que la busque pretendidamente, tampoco se ha propuesto huir de la compañía humana que se le aproxima circunstancialmente, pero el camino se alarga y el viajero se ha acostumbrado a avanzar con sus pensamientos como única compañía, por eso se sorprende cuando, a estas alturas de su trayecto, comprueba que no es el único, que otros viajeros comienzan a aparecer como brotados de la tierra, al girar tras una curva, al pasar una arboleda, descansando en una fuente. Por un lado, el viajero se siente reconfortado al observar cómo otros siguen sus pasos y los de aquellos que fueron antes que él; por otro, en cambio, comienza a preguntarse si realmente merece la pena buscarse a sí mismo entre una multitud de gente. En cualquier caso ya no queda mucho que hacer, el final del camino se encuentra allá, atravesando aquel bosque de helechos jurásicos, tras la última jornada de descanso.
La última posta, no obstante, es una prueba de resistencia, un refugio atómico centenario en edad y milenario en capacidad, un complejo monstruoso en el que para sobrevivir el viajero ha de soportar montones de enanos irreverentes gritando y agitándose como gnomos en celo, escuchar las historias de dipsómanos venidos del otro lado del océano, ignorar los rasgueos desacompasados de guitarras a deshora, hacer uso de sus artes en lenguas sajonas e incluso tontear con el mundo oriental, y todo bajo los litros y litros de agua traídos por una llovizna que se convirtió en tormenta y acabó en un huracán que arrasó con el monte que domina la ansiada meta.
.- Día 7
El viajero disfruta de su soledad. No es que la busque pretendidamente, tampoco se ha propuesto huir de la compañía humana que se le aproxima circunstancialmente, pero el camino se alarga y el viajero se ha acostumbrado a avanzar con sus pensamientos como única compañía, por eso se sorprende cuando, a estas alturas de su trayecto, comprueba que no es el único, que otros viajeros comienzan a aparecer como brotados de la tierra, al girar tras una curva, al pasar una arboleda, descansando en una fuente. Por un lado, el viajero se siente reconfortado al observar cómo otros siguen sus pasos y los de aquellos que fueron antes que él; por otro, en cambio, comienza a preguntarse si realmente merece la pena buscarse a sí mismo entre una multitud de gente. En cualquier caso ya no queda mucho que hacer, el final del camino se encuentra allá, atravesando aquel bosque de helechos jurásicos, tras la última jornada de descanso.
La última posta, no obstante, es una prueba de resistencia, un refugio atómico centenario en edad y milenario en capacidad, un complejo monstruoso en el que para sobrevivir el viajero ha de soportar montones de enanos irreverentes gritando y agitándose como gnomos en celo, escuchar las historias de dipsómanos venidos del otro lado del océano, ignorar los rasgueos desacompasados de guitarras a deshora, hacer uso de sus artes en lenguas sajonas e incluso tontear con el mundo oriental, y todo bajo los litros y litros de agua traídos por una llovizna que se convirtió en tormenta y acabó en un huracán que arrasó con el monte que domina la ansiada meta.
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