¡Quién nos iba a decir que aquella cuesta no terminaba nunca!
.- Día 4
Hoy sí. Hoy el camino es el camino, y se estrecha y se retuerce, y se pierde y se reencuentra, y gira sobre sí mismo en arabescos imposibles.
El mar, sin embargo, no es el mar, porque el mar no vuela, y hoy el mar estaba en el cielo, y allí seguiría si no hubiera decidido desplomarse de golpe sobre el viajero en forma de gruesas gotas de agua que anegaban la senda, sus alrededores, el aire, al viajero y a su alma. Ahora ya el viajero sabe lo que es avanzar por el fondo oceánico. El fondo oceánico es húmedo y brumoso, y está poblado de babosas y caracoles que treparían por sus piernas si esta detuviera su marcha.
Afortunadamente esta marcha no se detiene. Una multitud de flechas amarillas señalan el camino y se clavan en el desánimo del viajero, haciéndolo añicos y dándole fuerzas para continuar bajo el pesado manto de agua, y apetecería unir todas esas flechas y crear con ellas una sola, de una longitud tal que fuera posible, disparando con el arco apropiado, alcanzar el cielo, herirle los ojos y lograr así que, de una vez, deje de llorar para que el viajero cruce los puentes, atraviese las playas, suba los montes y escarbe en el heno que sea necesario hasta llegar a su objetivo, que no es otro que observar la interminable puesta de sol en el lugar más tranquilo del mundo, aquel donde hasta los colchones llevan chubasquero, aquel donde, aparte del propio viajero, sólo reinan las arañas.
.- Día 4
Hoy sí. Hoy el camino es el camino, y se estrecha y se retuerce, y se pierde y se reencuentra, y gira sobre sí mismo en arabescos imposibles.
El mar, sin embargo, no es el mar, porque el mar no vuela, y hoy el mar estaba en el cielo, y allí seguiría si no hubiera decidido desplomarse de golpe sobre el viajero en forma de gruesas gotas de agua que anegaban la senda, sus alrededores, el aire, al viajero y a su alma. Ahora ya el viajero sabe lo que es avanzar por el fondo oceánico. El fondo oceánico es húmedo y brumoso, y está poblado de babosas y caracoles que treparían por sus piernas si esta detuviera su marcha.
Afortunadamente esta marcha no se detiene. Una multitud de flechas amarillas señalan el camino y se clavan en el desánimo del viajero, haciéndolo añicos y dándole fuerzas para continuar bajo el pesado manto de agua, y apetecería unir todas esas flechas y crear con ellas una sola, de una longitud tal que fuera posible, disparando con el arco apropiado, alcanzar el cielo, herirle los ojos y lograr así que, de una vez, deje de llorar para que el viajero cruce los puentes, atraviese las playas, suba los montes y escarbe en el heno que sea necesario hasta llegar a su objetivo, que no es otro que observar la interminable puesta de sol en el lugar más tranquilo del mundo, aquel donde hasta los colchones llevan chubasquero, aquel donde, aparte del propio viajero, sólo reinan las arañas.
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